*Por Shoshana Turkia “Nunca como ahora, la felicidad de las parejas se ha vuelto fundamental para el bienestar de las familias”. Esther Perel Te propongo un reto, ¿qué pasaría si apartaras cuatro horas completas en tu agenda, sin celular ni interrupciones, e invitaras a tu pareja a una cita? El reto no es tener una cita, muchas parejas lo hacen, el desafío está en no hablar de los hijos, las deudas, el trabajo ni de otros miembros de la familia. ¿Acerca de qué conversarían? ¿Lo podrías hacer cada semana? Hasta hace muy pocas décadas “casarse por amor” era poco probable. Durante siglos, las parejas se formaban por los intereses de las familias, las recomendaciones del rabino o de los casamenteros; se consideraban factores como las ocupaciones laborales de la familia, las posibilidades patrimoniales y el lugar de origen de los contrayentes. La verdad, poco importaba si la pareja se llevaba bien o mal, con que fueran buenos compañeros y cumplieran los mínimos indispensables de cordialidad y convivencia se lograba una “buena familia”. Los anhelos individuales se veían supeditados a las necesidades de la colectividad. Hacia mediados del siglo pasado las razones del matrimonio cambiaron, no solo para el mundo gentil, sino también para las comunidades judías de occidente y, por si fuera poco, la expectativa de vida prácticamente se duplicó. Nosotros también comenzamos a casarnos por amor o mejor dicho por enamoramiento. Nos compramos la idea del amor romántico tan enraizado en la cultura popular; y sin importar la sabiduría milenaria y los rituales judíos, no logramos esquivar las consecuencias sociales de tal decisión: el índice de divorcios va al alza y no siempre en beneficio de todos los involucrados. Volver al pasado es imposible y también indeseable. Ninguno de mis pacientes puede siquiera imaginar que la elección de su pareja, su compañía de vida, fuera una mezcla entre intuiciones de quién es y la colección de expectativas de varias personas en torno a su maternidad y su bien ser social. El mundo cambió, y nosotros también cambiamos, ¿cómo le hacemos para construir y mantener familias más amorosas, incluyentes y funcionales que configuren una comunidad en crecimiento? Si la familia sigue siendo el núcleo de la sociedad y lo que pasa en las familias atraviesa el espacio privado para encontrar diversas manifestaciones en el espacio común, entender la intimidad familiar y contribuir a su bienestar se convierte en un tema fundamental para la continuidad de la comunidad e incluso del judaísmo. Entender no es lo mismo que regular; no hay mandato social ni comunitario que pueda impedir que una persona se vaya de donde se siente frustrada, poco amada o violentada. Por lo tanto, la observación forzosamente tiene que plantear más preguntas que respuestas, preguntas que permitan tomar mejores decisiones primero en lo individual, después en la pareja y finalmente en la familia. Si casarnos “por amor” es lo que nos ha traído hasta aquí, comencemos por preguntarnos qué comprendemos por amor. No es casual preguntarnos, como judíos contemporáneos, qué es el amor, dado que la respuesta podría poner en jaque nuestra identidad y el futuro de la comunidad. La mayoría de la gente contesta que es un sentimiento, una emoción, los más religiosos incluso podrán decir que es un mandato divino: vehabtá y amarás se formula tanto para el amor a D-os como para el amor al prójimo. A diferencia de los flechazos de Cupido, donde solo existen víctimas del amor ciego e irremediable, en el judaísmo el amor es a la vez una obligación y una elección que se debe realizar con todo el corazón, con toda el alma y con todo el entendimiento. Así sí me encantaría que todos nos casáramos por amor: con la elección de entender y atender las virtudes de la otra persona para obtener un verdadero placer emocional. Incluso, me atrevo a ir más lejos, el amor no es solo una elección, sino un sistema de toma de decisiones que hace la vida más propositiva y gozosa. Todos quisiéramos tener shalom bait, paz en el hogar. Shalom (paz) comparte la raíz con shalem (completo), para que el hogar esté en paz tiene que estar completo; cada uno de sus integrantes debería poder nutrirse en esa raíz para realizar su propósito de vida. Sin embargo, tenemos poca educación en el amor, nos faltan herramientas para ponerlo en práctica. La buena noticia es que sí podemos aprender a amar, así como se aprenden otras disciplinas. El conocimiento, el que nace de la curiosidad y no del prejuicio ni de la necesidad, es el primer componente del amor. Las parejas contemporáneas enfrentamos estilos de vida muy demandantes, no solo económicamente, sino también socialmente, dejando poco tiempo disponible para la intimidad. Es muy difícil cuidar los anhelos y deseos más profundos y propios y de nuestra pareja si no hay espacio para conversar sin prisa y en honestidad. En estos tiempos donde nunca hay tiempo para nada, sería fundamental que todas las personas tuviéramos un espacio para estar solas y otro espacio más para estar con la persona que elegimos para realizar nuestro proyecto de vida, antes que el proyecto se nos escurra como agua entre los dedos. No es una elección sencilla, pero sí es urgente. Necesitamos ganarle al ruido exterior y conversar de nuevo. ¿Podemos aceptar que nuestra pareja y, también nuestros hijos, tienen las mejores razones para pensar lo que piensan y sentir lo que sienten y hacernos responsables de lo que nos corresponde en cada situación? El ejercicio del principio es complejo, antes de volvernos a presentar con nuestra pareja, es recomendable recordar para qué la elegimos. Muchos de mis pacientes tienen problemas para recordarlo. Iniciar con un ejercicio personalísimo de gratitud puede ayudar, es muy sencillo, durante un mes todas las noches escribe una cosa que le agradezcas a tu pareja, sin que se entere. Al final tendrás 30 iniciadores de conversación; entonces sí, invítense a salir. El amor es una práctica cotidiana, que requiere presencia y