Con una superficie de 7.000 metros cuadrados y una inversión de más de 85 millones de euros, un nuevo complejo en Tel Aviv retrata 4.000 años de historia del pueblo judío intentando romper los estereotipos.
Benjamín de Tudela, Franz Kafka, Albert Einstein, Bob Dylan, Maimónides, Groucho Marx, Baruch Spinoza, Sigmund Freud, Itzhak Perlman, Barbra Streisand, el Rey David y David Ben Gurión son algunos de los variados personajes que uno encuentra en el museo judío más grande del mundo. 4.000 años de historia se sintetizan en 7.000 metros cuadrados del centro inaugurado en Tel Aviv tras una década de planificación y una inversión de más de 85 millones de euros.
Con sofisticados recursos tecnológicos, incluyendo 21 sistemas interactivos, y 40 películas realizadas para la ocasión, el ANU-Museo del pueblo judío explica su cultura e historia en toda su complejidad y extensión. «Es el museo judío más completo del mundo y el único que cuenta toda la historia del pueblo judío desde la Biblia hasta nuestros días con todas sus comunidades y culturas», asegura su portavoz, Revital Blumenfeld.
Desde Abraham a Steven Spielberg pasando por el Reino de Judea, los estudios de Babilonia, el recuerdo de Sefarad, los hilarantes monólogos de Woody Allen y los Premios Nobel, el visitante realiza un recorrido histórico y cultural en tres plantas en el que el aire acondicionado alivia la obligación de llevar, de nuevo, mascarillas en espacios interiores en Israel.
La visita se inicia en el presente desde la tercera planta llamada El mosaico: identidad y cultura judías modernas. «Personas de diferente origen, corriente religiosa u orientación sexual nos cuentan qué significa para ellas ser judío», comenta la subdirectora de ventas y análisis de ANU (Nosotros, en hebreo), Dina Ergas Guez, ante monólogos digitalizados de familias de todo el mundo.
Según cuenta a EL MUNDO, «el museo busca romper los estereotipos y hacer entender al visitante, sea judío o no, que el pueblo judío no es un bloque uniforme y estático».
Ya a finales del siglo XIX, Mark Twain escribió que las contribuciones de los judíos a «la lista de grandes nombres en el mundo en literatura, ciencia, arte, música, finanzas, medicina y el aprendizaje abstruso están fuera de proporción en relación a la debilidad de sus números (demográficos)».
Destaca el espacio del museo reservado a la aportación judía a la cultura de Oriente (por ejemplo la egipcia Leyla Murad, la iraquí Salima Murad y la marroquí Zohra Al Fassia) y Occidente. Junto a cantantes como Arik Einstein que compusieron la banda sonora israelí, un collage exhibe figuras universales. «Algunos expresan su identidad judía de alguna forma y otros no. Hablamos por ejemplo de Bob Dylan, Leonard Cohen, Lou Reed, Billy Joel, Simon & Garfunkel o Amy Winehouse», apunta Ergas.
Hollywood no puede explicarse sin la decisiva aportación inicial de los inmigrantes ashkenazíes. «Dicen, no sé si en broma o en serio, que los judíos procedentes de Europa que huyeron de las persecuciones y ayudaron a fundar lo que hoy conocemos como Hollywood quisieron hacer películas para buscar un final feliz que muchos de sus familiares no tuvieron. Vemos muchos filmes de amor con desenlace feliz, comedia…», añade.
Sentarse en una réplica del sofá de la serie Seinfeld, rescatar Las locas aventuras del Rabbi Jacob o clasificar chistes en función a la región y época recuerdan una de las facetas más identificativas del pueblo judío: el humor. En muchas ocasiones, su sutil y desesperado escudo ante tragedias.
Junto a citas sobre judíos de personajes como León Tolstói o Jean-Paul Sartre, se muestran más de 500 objetos originales como la guitarra de Leonard Cohen y de Gene Simmons (colíder de Kiss y nacido como Chaim Witz), la máquina de escribir de Isaac Bashevis Singer, la primera edición de La metamorfosis de Kafka, el collar de la mítica jueza Ruth Bader Ginsburg, un vestido del diseñador de moda Alber Elbaz e incluso un modelo del muñeco de E.T. de Spielberg.
Ante una galería de líderes feministas judías, Ergas señala que muestra cómo se hicieron un lugar y rompieron el techo de cristal para salir adelante.
En el museo, situado donde se encontraba el de la Diáspora en la Universidad de Tel Aviv, Sefarad recibe una amplia sala que reproduce sinagogas y barrios de la época que acercan el visitante a la poesía y sabiduría de Maimónides, Gabirol o Nahmanides y le aleja del Reino que expulsó a los judíos en 1492.
El concepto culinario y cultural de la madre judía, tantas veces llevado al cine, brilla en una pantalla interactiva que detalla las recetas de los hebreos a lo largo de la historia y el mapa. «Vine ayer y como me gustó pensé que le interesaría a mi hija porque tiene temas atractivos de cultura o historia y está presentado de forma ideal para los jóvenes acostumbrados a las tecnologías», nos cuenta Shoshi Geva mientras su hija Tamar admite: «Hay cosas sobre música y arte que no aprendimos en la escuela y no sabía».
Tras un viaje a la historia en la segunda planta, la primera es la última del paseo cultural y se dedica a explorar la identidad judía contando lo que lleva su título Fundamentos: un núcleo común, un mensaje universal.
En los últimos años, se aprecia una creciente tensión entre los dos grandes centros del judaísmo mundial compuesto por 15 millones de personas: Israel (casi 7 millones) y EEUU (casi 6). «Es un museo pluralista que da espacio a todas las corrientes. Nos visitan desde laicos hasta ultraortodoxos. Debido al coronavirus aún no hemos recibido turistas extranjeros», concluye a las puertas de la moderna construcción que envuelve la vieja premisa: dos judíos, tres opiniones.
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